Sus holgados rizos apenas notaban la brisa nocturna. Tan
sólo algún que otro mechón colgaba en un monótono vaivén. Rojo incandescente, como
la brasa viva en el fuego, teñía cada cabello. Los focos pálidos de las
esquinas no le hacían justicia.
Ariel.
Su nombre era la única constante entre dos mundos cada
vez más difíciles de congeniar.
Discreta y sobria, serían adjetivos aplicables a su
conducta durante el día: un trajecito sencillo de color marrón se ajustaba a su
trabajo de administrativa, zapatos de taco corrido en tono beige acompañaba su
atuendo, haciendo juego con un opaco pañuelo cruzado en su estilizado cuello.
El cabello tirante en un moño impecable. Maquillaje comedido para no atraer las
miradas inquisitivas.
Día a día crecía una sensación de asfixia. El aire se
le antojaba enrarecido, denso y difícil de procesar. Un acto mecánico e
inconsciente como respirar era una tortura. Pequeñas gotas de sudor
desentonaban con el frío invierno. Su corazón parecía indicarle que este mundo
ya no era suyo.
¿Pero entonces cuál?
Ardua fue su lucha para obtener el puesto de trabajo:
Jefa administrativa. Por mucho tiempo este había sido su gran objetivo, su
anhelo para conseguir la promesa de la felicidad.
Seis meses fueron suficientes para que la angustia la
abatiera como nunca. No era la primera vez que sufría ansiedad pero esta vez
indicaba algo más.
Una especie de llamado interno iba tomando forma.
Últimamente había notado cómo su piel se mostraba
resecado, desprendía pellejo y el tono dorado que la acompañaba desde el
nacimiento mutaba hacia un blanco traslúcido. Sus ojos perdían movilidad y los
párpados, cada vez con mayor dificultad, acertaban un leve movimiento de
apertura y cierre.
Su dieta ya no incluía carne, huevos ni lácteos. No
podría decirse que fuese vegetariana ni vegana. Tan solo ya no sentía placer ni
atracción por lo que antes era una pasión. Ahora sus papilas gustativas la
llevaban a permanecer un rato, en secreto, a orillas del puerto. En las
primeras horas de la noche hundía sus manos temblorosas en el agua calma. Algas
y musgos alimentaban su organismo. Intuía que esto no sería compartido por los
demás seres como algo “normal”.
Esa mañana no pudo permanecer en la oficina. El médico
de guardia le comunicó su diagnóstico: “ataque
de pánico y depresión reactiva / pase a psiquiatra”.
Su mirada recorría la danza de las pastillas en el
calmo mar. Ya había sido demasiado los dos años de psicoterapia obligatoria y
la intervención quirúrgica.
Un inmenso dolor oprimía su pecho. Lágrimas quedas
recorrían una piel con subidas y bajadas. Su garganta, desprovista del
pañuelito, evidenciaba aberturas en ambos costados. Su nariz ya no sería un
obstáculo. Ahora respiraría un aire nuevo.
Se vio a sí misma reflejada y un atisbo de nostalgia
la hizo dudar.
¿A qué mundo
pertenezco? ¿Estaré en lo correcto?
Tres o cuatro recuerdos de una infancia incomprendida
le infundió ánimos. Sus manos acariciaban la fuente de vida que sería su nuevo
hogar. Un mundo donde la voz y sus diferentes matices no fueran un obstáculo,
una evidencia; donde las gargantas fueran el canal único de branquias y no
nueces; donde las curvas fueran todas iguales y la unión hiciera la fuerza
dentro de un cardumen.
Terminó de desarmar su moño como símbolo de un nuevo
comienzo. Su nuevo universo merecía un ingreso libre y genuino.
En sueños recibió el canto de sus hermanas sirenas. La
bienvenida estaba preparada. Un reflejo tornasol acompañó su larga cola de
escamas esmeralda.
Sólo unas pocas permanecieron en el muelle, perdiendo
su color, como vestigios de quien un día fue Ariel y, hoy, LA SIRENITA.
©Ana Claudia Martínez Eguren
No hay comentarios:
Publicar un comentario