viernes, 9 de septiembre de 2016

DISFRACES: PABLO CAZAUX, ARGENTINA

DISFRACES
Una glicina franqueaba la puerta de entrada. Clara protestó por las ramas en la cara y el peso de los bolsos. Yo me fasciné con el perfume abrumador de la planta y empujé a mi mujer con la rodilla, haciéndola avanzar por el camino de lajas hasta la puerta lateral de la casa. Al costado había más plantas y arbustos, flores y pasto recién cortado; había maceteros de piedra y, al fondo, el galpón de herramientas. Era verano y hacía calor.

Adentro, la casa era fresca. Pero no importaron, entonces, los techos altos, algo descascarados, ni los pisos de baldosas con dibujos geométricos, ni la cantidad incontable de cuadros, telas, adornos y objetos disparatados. Importaba el silencio y la sombra. Importaba la cadencia de la tarde entrando por los ventanales. Importaba que ella estuviera allí conmigo, como última posibilidad de salvación. La utopía era remota, como toda utopía, pero después del vendaval en el que volaron los libros y la ropa de los placares, cuando nuestras miradas dijeron basta, valía la pena intentarlo, probar una vez más. Y si no funcionaba, entonces sí, arrojarnos al mar con todos los años encima, con la memoria acobardada, para entregarnos al olvido.

Fue una idea que nació con la última borrachera en equipo: ella abrazada a un almohadón en la bañera y yo contra el inodoro. La habíamos descartado en otras oportunidades por considerarla un hipnótico de las verdaderas sensaciones. Pero allí, en ese baño que ya no sería de ninguno, rescatamos la posibilidad de poner un punto y probar otra cosa. Juntamos lo poco que quedaba sano en dos bolsos y nos fuimos hasta allí, aún sabiendo que no iba a funcionar, que sólo servía para comernos unas horas de más antes de la claudicación definitiva. Y no funcionó. Pero eso lo descubriría más tarde, después de que nos abandonáramos al reencuentro de cosas desconocidas, de que nos olvidásemos de nosotros para ser lo que alguna vez habíamos sido.

Dejamos las cosas tiradas sobre la cama del cuarto y nos dedicamos a revisar a fondo ese espacio neutro donde nuestra identidad se perdía ante cada objeto. Miramos los cajones en los que había medias y camisetas, en los que había papeles y cuadros con los vidrios rajados. Miramos la biblioteca amorosa de cristal donde yacían erguidos libros de tapa dura y folletos de viaje. Nos tiramos sobre la cama y la hicimos crujir. Prendimos los veladores y comprobamos que servían para leer de noche. Enchufamos el ventilador y dejamos que el aire se esparciera por esa atmósfera que olía a reliquia, a cámara de sacrificios.

Después de comer intentamos recorrer el resto de las habitaciones pero no encontramos la forma. Sólo había una puerta y era la de nuestro cuarto. Sin embargo, agobiados por la estupidez de estar solos en un lugar desconocido, decidimos que la casa era demasiado grande como para que haya un solo cuarto. Nos movimos con rapidez, como si la caída del sol tuviese alguna influencia planetaria sobre nuestro destino. Golpeamos las paredes intentando descubrir el ladrillo hueco; corrimos los sillones y levantamos alfombras; miramos detrás de los cuadros y examinamos el jardín. Nada. Ni un resquicio. Sólo paredes enteras sin divisiones extendidas a lo largo de cincuenta metros. Preparamos, entonces, una jarra de clericó y nos sentamos en la galería a ver los pájaros. El calor era bochornoso. Tomamos y sudamos. No nos movimos. Apenas si pestañeamos. Clara fumaba un cigarrillo tras otro y yo bebía directamente de la jarra. Las chicharras gritaban entre las plantas y nada allí se movía. Estático es la palabra que no me atrevo a usar, porque no hay nada estático en este mundo. Todo se mueve, de un modo u otro, debajo de nuestra piel.

Cuando llegó la oscuridad y los mosquitos se nos vinieron encima, repartimos los baños y nos metimos bajo el agua fría. Después, desnudos y mojados, nos encontramos en el cuarto e intentamos hacer el amor. Debió haber sido el calor, o el olor a jabón, o la estupidez de querer arreglarlo todo en una cama. Clara se levantó y caminó hasta el espejo grande. Se miró. Y desde esa perspectiva me miró a mí, reflejado, invertido, duplicado. No sonrió y era lógico: no había nada que la hiciera reír. Descolgó una bata que había en el perchero y todo se vino abajo. El clavo rodó por el piso, el perchero quedó en la mano de Clara y la tela que cubría la pared quedó hecha un montoncito en el piso. Lo extraordinario fue descubrir detrás de ese maquillaje una puerta. Clara me miró y asentí. Bajó el picaporte y la abrió. Me levanté y fui detrás de ella. No había luces, así que tuve que traer la linterna que estaba en el cajón de la mesita de luz. El cuarto era más grande que el nuestro. Los pisos de madera chirriaron cuando lo pisamos. Le dije a Clara que había un sótano. Ella me dijo que podía ser la entrada del infierno. Había muebles descolados amontonados en el medio. Había cajas de cartón cerradas con cinta de empaque. Había percheros de pie y sombreros de copa colgados en las puntas. Tomé uno y me lo puse para achicar mi desnudez. Caminamos con cuidado, pisando las maderas que parecían más firmes, hasta cruzar la habitación por completo. Clara había encontrado en el camino un abanico con el que se echaba aire y polvillo en la cara. En el otro extremo había un tocador antiguo con el espejo manchado. Abrimos los cajones y sacamos las latas que encontramos. En casi todas, la tierra y las chucherías eran los únicos contenidos. Pero en una, Clara descubrió collares y brazaletes con piedras de colores. Sin preguntarme, se apropió de ellos y se los puso sobre su cuerpo desnudo. Bajo la luz de la linterna, el rojo y el azul latían en su pecho mojado.

Estaba preciosa, tiñendo los rastros y las secuelas de nuestro dolor a pura gota de transpiración, cambiando su actitud de entrega por otra que la enaltecía. Era difícil verla así, tan distinta y tan propiamente ella. Era difícil y conmovedor y doloroso a la vez, verla despegarse de mi sombra para recorrer el cuarto levantando los talones, apoyando sólo la punta de los pies, tomando distancia de ese recorrido que iba entre la resignación y el desprecio. Morí de amor y de locura en un segundo. Apoyado contra el tocador, con mi sombrero calado hasta las orejas, vi cómo se borraban de mi memoria las últimas imágenes de nuestras confrontaciones para ser reemplazadas por los colores brillantes y el abismo. ¿Qué había de acá en más? ¿Qué pasaría entre nosotros si ella ya no era ella?

Con pasos de baile, revoloteó a mi alrededor hasta que me dejó sin aire. Porque lo extraordinario, entonces, no era que estuviésemos en esa casa tratando de arreglar nuestras cuitas, sino la transformación física de alguien a quien no había podido hacerle el amor minutos atrás. Lo extraordinario, diría más tarde, fue que una puerta escondida nos convirtiera en algo distinto a lo que estábamos acostumbrados. Entonces, el viaje en sí no tenía sentido porque lo que importaba en ese momento era el traspaso, la degradación y el resurgimiento.

Al lado del tocador había otra tela de la que sobresalía una manija. La moví y otra puerta se abrió. Pensamos en retroceder, en dejarlo para el día siguiente, con el sol y la seguridad de la mañana. Pero fue sólo un pensamiento vacío, una reacción casi epidérmica. No había vuelta atrás simplemente porque ya no había un atrás. Todo esto lo decíamos sin hablar, apenas con los ojos, apenas con los gestos. Corrí la tela y entré.

El siguiente cuarto era similar al anterior salvo que estaba más limpio y ordenado. Las cajas estaban apiladas contra la pared y en el medio había un ropero que, luego de revisarlo, descubrí que tenía doble entrada, vale decir, puertas en el frente y puertas detrás. Di la vuelta y Clara se quedó en el frente. Abrí la puerta de la derecha. Sobre el estante había un candelabro con una vela roja y una caja de fósforos. Lo encendí y le pasé la linterna. Luego, con el corazón latiéndome en la garganta, abrí las puertas principales. Allí descubrí bajo un nailon, una secuencia impresionante de trajes de fiesta. Los había rojos y bordados; los había de etiqueta, los había de operario. Colgaban chaquetas militares y capotas para la lluvia, camisas de colores y, en el piso, botas y zapatos de todos los tipos. Me saqué el sombrero y me vestí con la ropa de Napoleón. El paño me picaba en el cuerpo y me hacía transpirar. Me calcé unas botas y taconeé sobre la madera vacilante. Di la vuelta con el candelabro y me topé con una desconocida que se movía con pasos de baile delante del espejo. La linterna, apoyada sobre uno de los cajones abiertos, expandía su haz de luz sobre ella. La mujer, que era Clara pero no era Clara, avanzaba y retrocedía, moviendo las caderas y sosteniendo con la punta de los dedos la puntilla del vestido. Me miró y se llevó las manos a la boca. Sobre su cabeza había una lámpara de techo con miles de cristales colgando. Las luces cruzadas le sacaban destellos y daban la sensación de movimiento. Todo, en ese cuarto, parecía moverse.

Abrí las cajas que estaban contra la pared y saqué los papeles que protegían la vajilla. Luego, acomodé los platos y las copas sobre una mesa y seguí buscando hasta encontrar una caja pequeña con botellas de champán. Descorché uno y la espuma brotó del pico y me empapó la mano y el traje. Me agaché para beber y ya no pude enderezarme. Mi espalda estaba doblada en un ángulo imposible. La giba, gritó la mujer sacándome la botella de champán para insistir conque había vuelto la giba. Corrí hacia el espejo con la vista clavada en el piso y, poniéndome de costado pude ver el bulto que había nacido en mi espalda. Caí de rodillas y giré para verla. Ella, bebiendo del pico, arrojaba uno a uno los platos de porcelana contra el piso. Luego, me trajo otra botella y me ordenó que la descorchara. Lo hice sin discutir, convenciéndome a mí mismo de que era yo el que quería tomar. Me costó trabajo pues los brazos se habían contraído perdiendo flexibilidad. Finalmente, cuando el líquido salió a borbotones, me tiré al piso de costado y bebí. Ella danzaba a mi alrededor, con los pies desnudos acariciando el suelo. Tarareaba una melodía alegre y sonreía. Cuando completaba la vuelta, dejaba caer un chorro de champán en mi cabeza. Aullé de dolor y de impotencia, pero seguí bebiendo. Tomé hasta que el mundo se hizo tan endeble que todo daba lo mismo. Me arrastré hasta la caja y saqué dos botellas más. Ella acariciaba mi joroba y pedía deseos de buena suerte. Me llamaba mi Napoleón mientras frotaba el paño contra la protuberancia. Yo no hablaba porque no podía, no tenía nada que decirle. Abrí las botellas y le pasé una a ella. Tomó un largo sorbo y se sacó el vestido. Bajo la luz de la linterna su piel se veía marchita, llena de arrugas, obscena y decadente. Descartaba vestidos mientras se echaba champán en el cuerpo. Tratando de asumir mi nueva posición, llegué hasta el cambiador de mi lado y saqué la capota. Arranqué a tirones el disfraz de Napoleón y me eché encima la capota. Girando en círculos fui hasta el otro lado y la vi de nuevo, sentada en el piso frente al espejo, intentando con desesperación estirarse la piel de la cara. Lloraba de ebriedad y de no poder modificar su condición. Bebí un trago de su botella y me tiré hacia atrás con todas mis fuerzas. El cuerpo pareció enderezarse, de hecho lo hizo, pero la giba se corrió de lugar y subió hasta mi nuca. Ahora podía tocar el bulto repugnante que latía bajo mi pelo. Ella comenzó a gritar que era espantoso, que la monstruosidad era invisible pero que al final siempre surgía. Gritaba todo eso mientras se arañaba la cara tratando de sacarse las arrugas.

La sangre, la visión concreta de la sangre manchando el piso y el espejo, me hicieron dejar la botella y la capota y levantarla. Miré hacia la puerta y decidí que no había retorno. La arrastré entre llantos, tambaleando los dos y con la boca pastosa por el alcohol tibio, hasta el cuadro gigante que había en un rincón. Me costó moverlo por el peso del marco. Tiré con todas mis fuerzas hasta que se desenganchó y cayó como un rayo sobre el piso. La madera cedió y el cuadro cayó en el abismo. Mi esperanza se desvaneció cuando, después de todo, no había ninguna puerta detrás. Le dije a Clara que no teníamos alternativas, que ya habíamos hecho todo lo posible. Ella estuvo de acuerdo y, tomados de la mano, saltamos al pozo. La caída fue más breve de lo que había esperado, apenas unos metros, los suficientes como para torcernos los tobillos y las manos. El fondo estaba oscuro y estábamos parados encima del cuadro. Ella me aseguró que debíamos caminar hacia la derecha y así lo hicimos, arrastrándonos entre escombros y viscosidades. La eternidad duró unos metros hasta que nos chocamos con una escalera. Yo subí primero, tanteando con la mano herida los escalones por venir. Clara me siguió, tocándome las piernas para estar segura de que seguíamos subiendo. Cuando llegué hasta la tapa, la empujé con mi hombro y la levanté. Un rayo de luna me dio en la cara y lo miré de frente. Terminé de subir y la ayudé a ella. Después de cerrar la tapa nos levantamos y caminamos por el parque hasta la casa, hasta juntar nuestras cosas, hasta cruzar el portón y arrancar la glicina a manotazos.

© Pablo Cazaux, Argentina




TÍTULO: Disfraces

AUTOR: Pablo Cazaux

NACIONALIDAD: Argentino

E-mail: pablo_cazaux@yahoo.com

Reseña biográfica:

Actividad Laboral: Profesor de Lengua y Literatura

Actividad literaria:

– Finalista del concurso de novela negra Cosecha roja-JPM Editores 2014, con la novela “Carver”.

- Finalista del concurso de novela negra de Extremo negro, de la editorial Del Nuevo Extremo 2013, con la novela “Demasiadas manos para un cadáver”.

—1° premio en el concurso de cuento infantil, categoría profesionales, organizado por la Biblioteca Municipal de Alte. Brown.

— 1ª Mención del Jurado en el concurso de cuentos de la Cultural Elliot.

- 2º Premio en el concurso Literatura sobre mujeres, de la Municipalidad de Alte. Brown.

— 1ª Mención del Jurado en el concurso del Ministerio de Trabajo de la Provincia de Bs. As. Sobre Trabajo Infantil.

—“Ejército de Ángeles” (Novela), publicada con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes y de la SADE.

—“Milagro en el Guadalupe” (Novela), publicada por Navarro Bravo Editores.

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS: María del Socorro Gómez Estrada, Colombia

ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

I
Tu amor por mí
y no tanto eso…mi amor por ti
 no tanto eso…
Es la voluntad
para desabrigar infiernos
la que ha hecho
que conozca
mi revés…

II
Témele al día
en que este amor
por salvarme
se vuelva contra ti…
un ídolo de humo
no podría detener el holocausto.

III
Nunca mi amor
fue total para ti
mientras me debatía
entre algunos
que sin necesitarme
me esperaban…
ahora,
cuando mis pasos
han aprendido de memoria
tus calles
y cuando mi piel
sólo encuentra sosiego
en el paraíso de tus manos,
encuentro que no existen
paraísos sin serpientes.

IV
A veces la memoria
me juega
a diluir tu imagen.
de este juego
me rescata la nostalgia
para decirme:
No sueñes,
es imposible
pescar niebla con redes…

V
Después de tocar los extremos
del amor irritado;
después de devorar abismos
que partieran la caída,
estoy de nuevo
habitante en tu piel
crédula de tus ojos
confundida con tu esencia
y en tu  voz…
me perdí para siempre:
Encontré mi manera de vivir…

VI
Te esperaría
y te ayudaría
a limpiar la saeta
que me hirió
por segunda vez de tu mano.
Te esperaría
te dejaría beber más de mi sangre
para que le diera,
como algún día,
color a tu vida
y te ayudara
a ganar
tus propias batallas.
Te esperaría
pero ni tu mismo
sabes
si ya estás muerto…

VII
Mi siempre soledad
tiene un nuevo huésped:
Mi soledad de ti.
Mi siempre soledad
no sabe cómo decirme
que no quiere más
ausentes
amados
habitando su memoria.

© María del Socorro Gómez Estrada
Poetisa, Colombia.
Premio Nacional de Ensayo 1981


Autora:
María del Socorro Gómez Estrada.
Natural de Tunja, Colombia.
Psicóloga de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. En 1981 Premio Nacional de Ensayo convocado por la Cámara de Comercio de  Medellín, Colombia, con la obra “Bolívar en la Historia”. Segundo premio concurso Departamental de Poesía ICBA con la Obra: “Encuentros y Desencuentros. 1994.Finalista con Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía 2013: “Poesía del Vida Cotidiana” de la Casa Silva de Poesía, Bogotá, con el poema “Éxodo”. Mención de Honor en el IV Concurso Internacional de Poesía sobre Colombia y la Paz, con el poema “Faltan palabras”. Santiago de Cali, Colombia, Abril, 2015.

VOY: María Teresa Di Dio

Voy

Voy enhebrando un sueño
veo mis manos llenas
de semillas y ternura
y mañana plantaré…
olivos en la colina

Caminaré sobre un puente
que me lleve directo al futuro
borrando el llanto ancestral
en rincones de símbolismos y penumbras
por los creyentes del amor y la paz.

Cuando al golpe de la única luna
guarde los andares del misterio
porque supe de historias compartidas
escuchando las voces de la tierra.

Al humano convertirse en fibra
arquitecto sereno de los pueblos
llevando pan a sus hermanos
y dando voces de libertad!

María Teresa Di Dio
Embajadora Universal de la Paz
Poeta y Escritora de Cuentos Infantiles

martes, 6 de septiembre de 2016

LUCES: Briseida Angelopoulos, Concepción, Chile

LUCES

Las luces de la aurora comienzan a brillar, un nuevo amanecer comienza y la vida me recuerda que regresaste junto a mi.
Despertar piel con piel, tu desnudez y la mía, tu cuerpo, tan grande, tan inmenso, lleno de experiencias, cubre mi cuerpo por completo, eres mi gran gigante invencible, indomable, invulnerable, indestructible.
Tu abrazo es el sol que entibia mi cuerpo por la mañana, tu aliento es el soplo de vida que me alienta a seguir, tu rostro es el sol que ilumina mi día, ahí enredado entre mis cabellos, sintiendo tu respiración en mi cuello, tus manos en mi cintura y tus besos en mi espalda.
Tus caricias son las más hermosas formas de despertar  ¿Habrá mejor forma que esta?, los vellos de tu cuerpo provocando sensaciones en toda mi piel, amándome, seduciéndome, conquistando cada centímetro de mi.
Tu perfecta imperfección es capaz de volverme loca de placer y lujuria.
Tu cuerpo, el objeto que me hace explotar de éxtasis, que despierta mis deseos más bajos, me hace florecer el instinto animal, terminando en la desembocadura de tus vertientes dentro de mi humedal.
Despertar junto a ti, amor y pasión mía, es lo que anhelo cada día de mi vida, hasta que mis ojos se cierren para siempre.

© Briseida Angelopoulos
Concepción, Chile

lunes, 5 de septiembre de 2016

ANTIGUA MUECA: JORGE TARDUCCI

ANTIGUA MUECA
Y si, antes
era mucho mejor,
qué juego atrayente
propondrán al partir,
qué juego abstruso,
qué signo,
y qué insignia,
dibujarán tu angustia,
tu ira y la mas
antigua mueca,
del ser del montón
un puño vibrante,
brilloso y sin arrebato,
golpeando por horas,
sin ton, ni son.

Jorge Tarducci
Venado T. 14-7.16
www.jorgetarducci.com